Saturday, October 19, 2019

Apuntes en torno a Hijo del desierto, de Miguel Arbildo

Me lo presentaron como el Gallo Giro aquella vez que visité Guadalupe gracias a la amable invitación del poeta Robert Jara. Recuerdo que llegó al bar donde nos encontrábamos y, a pesar de pertenecer a una religión que prohíbe ciertos placeres líquidos, hizo gala de una incipiente apostasía para empinar el codo un par de veces. Luego leyó algunos poemas de tintes costumbristas sobre un gallo de pelea y se marchó (de aquí la razón del apelativo). Durante mucho tiempo lo perdí de vista, hasta que tuve noticias suyas debido a algunos reconocimientos que iba cosechando su trabajo narrativo, lo cual tomé con agrado, pues dejaba entrever una labor disciplinada en el antiguo arte de contar.

Su nombre completo es Miguel Ángel Arbildo Ramírez, pero firma sus textos como Miguel Arbildo. Nació en Chiclayo hace cuarenta y tres años, aunque es guadalupano por adopción. Fue integrante del Grupo Literario Namul; es más, junto a Josué Vallejos logró una resolución de alcaldía (año 2006) en el que se reconocía oficialmente las labores literarias de este grupo de aedos. Arbildo coincide en señalar, al igual que Hemingway,  que las vivencias de la infancia son carburantes que alimentan la buena literatura (canibalización de la infancia, a todas luces). Ha publicado a manera de folletos El jilguero y otros cuentos (2011) y Cerrazón (2015). En febrero de este año dio a conocer, bajo el sello de Ornitorrinco Editores, su novela Hijo del desierto, de la cual nos ocuparemos valorativamente en estos apuntes.

Hijo del desierto es una novela corta o nouvelle, una narración que se ubica entre la novela y el cuento, carente del volumen de la primera, pero con mucho mayor descripción de conflictos y desenlaces que el segundo. El texto da cuenta de las vicisitudes de Fidencio Peña, un humilde poblador de Valle Seco, quien, cansado de la miseria y de los problemas constantes en su familia, un día se armó de valor y decidió partir de su arenal para colonizar otras arenas. Asumió que las discusiones con su mujer y las constantes enfermedades de su hija eran producto de la pobreza, así que esta breve migración significó para él una supuesta ruptura con el infortunio. Esta novela puede considerarse como un canto a las frustraciones de la existencia. Si bien el protagonista intenta de todo para revertir su destino, el desierto le impide salir de su vientre de tórridas arenas.

El mundo representado en la novela parece haber sido sacado de un universo onírico o pesadillesco, muy cercano a lo real maravilloso, categoría propuesta por Alejo Carpentier. Esta categoría plantea la existencia de eventos extraordinarios, buenos o malos, a partir de elementos que forman parte de la cotidianidad. Hijo del desierto tiene mucho de esta perspectiva, pues hace que parezca natural lo que a todas luces resulta extraordinario o insufrible. Esto ocurre, por ejemplo, en los sucesos hiperbólicos que dan cuenta del trabajo incesante de Fidencio en un humilde aserradero, cuando sostiene una titánica gresca con un teniente del ejército o cuando su moribunda hija sana milagrosamente, en pleno acto de migración, gracias al sol inclemente del desierto. 

La historia que relata la novela es lineal y no presenta mayores artificios argumentales. Sin embargo, lo que impide que sea una historia más sobre elementos costumbristas o geográficos, es el acertado empleo del lenguaje. Este pasa de ser un simple medio de representación a convertirse en un poderoso elemento de recreación, es decir, se convierte en otro personaje principal de la obra. Esto le permite al autor enunciar los espacios y la naturaleza de las acciones a partir de la propia conciencia del narrador. Por eso el mundo representado parece tener límites borrosos, propios del sueño. Miguel Arbildo ha logrado configurar un lenguaje poético de gran factura, conveniente en todo momento a las intenciones de su narración. Es el lenguaje de la desesperanza; el lector no puede dejar de angustiarse con las emociones que recrea. Esto ocurre en el siguiente monólogo de Fidencio, cuando no sabe si su hija, que descansa en sus brazos, se encuentra muerta o dormida: 

“Pero en el borroso camino, vi que mi hija cargada en mis brazos parecía no respirar. Quien sabe se había desvanecido bajo el peso del calor. El coraje se me vino al suelo y tuve enseguida que recogerlo para chantármelo a la mala. Luego pensé, escondiendo mi mala sospecha: mi hija solo está dormidita, es eso” (p. 17). 

Según el comentario de contratapa del libro, “el habla rústica y coloquial del lugareño es elevada a un nivel artístico”. Me parece que esto ocurre con todas las buenas historias, pero en el libro de Arbildo hay algo más: el narrador le configura un lenguaje angustiante, preciso para la extensión del texto. Un reto para el autor consiste ahora en evaluar si este lenguaje poético, personal e íntimo, propio de universos cerrados y breves, puede servir para orquestar una historia más extensa. En todo caso, según lo pudimos comprobar, la narración corta le queda bien.

En síntesis, este es un buen primer libro que sorprende por sus muchos aciertos. Arbildo se encuentra muy cerca de construir un estilo personalísimo. Y eso constituye un sello de indeleble originalidad. En otras palabras, Hijo del desierto no hace sino confirmar el excelente estado de salud por el que atraviesa la prosa liberteña. Salud por eso.

César Olivares Acate


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