Wednesday, September 19, 2018

Descripción del ama de casa como sublimación de la mujer amada en poemas de Los heraldos negros y Trilce de César Vallejo


Introducción

El presente trabajo de investigación tiene el propósito de realizar una lectura de Trilce, de César Vallejo, desde el punto de vista de las acciones que realiza la mujer amada en tanto madre o pareja. En muchos de los poemas de este libro las amadas/mujeres realizan labores propias del ama de casa: cocinan, lavan, planchan, tejen, cosen, sirven la mesa, etc. Sin embargo, lejos de denigrar a la mujer como un ente subordinado de la cultura machista, las acciones propias de esta mujer dedicada al cuidado del hijo, esposo o pareja la subliman en su ser actuante y paciente, ya que, de alguna manera, cuando el poeta la describe realizando labores domésticas, opera el traslado de la madre que se brinda a los suyos como fuente proteica y espiritual. Es decir, la figura de la madre como ser divinizado (por sus propias acciones dedicadas al cuidado del hogar), se traslada a la mujer/pareja y le otorga también cierta divinidad. Por eso intentamos demostrar, en este breve trabajo, que las acciones propias del ama de casa que realiza la mujer la despojan de su condición terrena y terminan sublimándola. En este sentido, la poesía de Vallejo se aleja, debido tal vez a la importancia que se le otorga a la madre en la cultura andina, de los cánones machistas propios del mundo occidental. Desde el psicoanálisis, esto podría entenderse como una clara manifestación del complejo de Edipo.

En varios poemas de César Vallejo, la imagen de la mujer se encuentra presente como símbolo de unidad de vida, protectora y nutricia. El corpus que hemos seleccionado para este ensayo está integrado por cinco poemas que demuestran convenientemente la hipótesis planteada en esta investigación: “Idilio muerto” (a manera de antecedente, pues este tema se empieza a esbozar ya desde Los heraldos negros y cobran enorme vigencia en su libro posterior) y los poemas “VI”, “XXIII” “XXVIII” y “XXXV” de Trilce. En el presente trabajo se realiza una lectura íntegra de cada uno de los poemas seleccionados, lo que nos brindará una visión completa de cada uno de los textos. Hemos obviado las conclusiones como parte final del trabajo, pues cada poema, en su interpretación y análisis, presenta sus respectivas conclusiones.

El planchado y el futuro incierto en “Idilio muerto”[1]

Idilio muerto[2]
Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita
de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.

Dónde estarán sus manos que en actitud contrita
planchaban en las tardes blancuras por venir;
ahora, en esta lluvia que me quita
las ganas de vivir.

Qué será de su falda de franela; de sus
afanes; de su andar;
de su sabor a cañas de mayo del lugar.

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,
y al fin dirá temblando: «Qué frío hay... Jesús!».
Y llorará en las tejas un pájaro salvaje.


(César Vallejo – De: Los heraldos negros, 1919)



Este poema aborda la nostalgia que siente el yo poético por la lejanía de la amada. En la primera estrofa aprovecha la indagación indirecta (“Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita /de junco y capulí”) para presentarnos a la amada como poseedora de los elementos de la naturaleza andina. Resulta peculiar la descripción “junco y capulí”, puesto que con esta figura nos presenta a una mujer esbelta y con aromas a frutos dulces. En el tercer verso, el yo poético se siente cansado y hostigado por la rutina de la gran ciudad (“ahora que me asfixia Bizancio”). Aquí, el término Bizancio simboliza la urbe con sus lujos y ornamentos, semas que lo hacen equivalentes a la gran ciudad griega en la cual basa su connotación. El mismo hecho que el enunciatario del discurso poético se sienta extraño y oprimido en la gran ciudad, lo evidencia como una persona de origen andino. Esto lo manifiesta en versos posteriores.

La segunda estrofa presenta la acción más importante que realiza la mujer/pareja en su rol actuante: la del planchado. Esta labor doméstica encuentra sus antecedentes en la primera estrofa, pues la imagen de la amada es presentada libre de toda vanidad. Y las manos vienen a ser el signo de la sencillez e incluso del arrepentimiento: “Dónde estarán sus manos que en actitud contrita […]”, y son precisamente esas manos tímidas y sumisas las que “planchaban” el futuro del yo poético. Sin embargo, llama la atención que esta acción doméstica se presente envuelta de una atmósfera de exquisita ternura, pues no solamente es el hecho cotidiano de planchar las ropas del ser amado lo que aquí se manifiesta, sino que, a través de esta figura, se describe una situación abstracta: planchar “blancuras”. No se planchan telas, sino blancuras. No simples atavíos del cuerpo, sino ropajes del alma, puesto que el color blanco simboliza pureza, la pureza de un futuro que se torna atractivo, pero a la vez incierto. Sin embargo, las “blancuras por venir” que la amada plancha también podrían referirse a un pasado urgido de borrar, y así poder encarar lo que está por venir, sin las ataduras propias de la nostalgia.

En la tercera estrofa, las indagaciones del yo poético acerca de la amada nos la presentan, nuevamente, como una mujer sencilla, aldeana y natural en el vestir (“Qué será de su falda de franela”). La dulzura de la amada otra vez recae sobre elementos de la flora regional: “[…] de su sabor a cañas de mayo del lugar”. Llama la atención que las indagaciones del yo poético no busquen respuesta alguna. Por el contrario, se vale de estas para brindar información puntual acerca de las características de la amada y del contexto que la envuelve. Según Huamán[3],  esto podría entenderse en el hecho de que la poesía de Vallejo tiene como rasgo esencial el uso de la lengua orientado a la comunicación. Los poemas de Vallejo son actos del habla y se definen, a su vez, como actos lingüísticos específicos: prometer, brindar, abjurar, preguntar. En “Idilio muerto”, el acto de preguntar es superado, ya que en vez de solicitar información, la brinda; “instaura una realidad, su enunciación equivale a la realización de un acto, es el hecho del que habla”[4]. (Huamán, s.f., 187)

Por último, en la cuarta estrofa, el yo poético vuelve a imaginar a la amada dirigiendo la vista al cargado y lúgubre cielo anunciador de tempestad, y tirita de miedo (“Que frío hay… Jesús!”). Lo del cielo caliginoso encuentra su asidero en el término celaje[5], que es lo que Rita contempla con angustia y cierta desesperanza. El último verso: “Y llorará en las tejas un pájaro salvaje”, puede interpretarse recurriendo a la idiosincrasia propia del universo andino, ya que cuando un pájaro salvaje llora en los techos de alguna casa (es muy probable que se refiera a una lechuza, conocida ave de mal agüero en el imaginario popular), es creencia de que algún habitante de esa casa está pronto a fallecer. Aunque también el llanto del pájaro salvaje, en el mejor de los casos, solo podría anunciar la mala suerte que envuelve a una relación amorosa distante.

Con “Idilio muerto”, podemos decir que ya desde Los heraldos negros Vallejo buscaba depositar en las mujeres amadas las características protectoras, tiernas y hasta consentidoras propias de la madre. El complejo de Edipo queda manifiesto: un incesto figurado.



La lavandera del alma en el poema “VI” de Trilce

VI

El traje que vestí mañana
no lo ha lavado mi lavandera:
lo lavaba en sus venas otilinas,
en el chorro de su corazón, y hoy no he
de preguntarme si yo dejaba
el traje turbio de injusticia.

A hora que no hay quien vaya a las aguas,
en mis falsillas encañona
el lienzo para emplumar, y todas las cosas
del velador de tánto qué será de mí,
todas no están mías
a mi lado.
                              Quedaron de su propiedad,
fratesadas, selladas con su trigueña bondad.

Y si supiera si ha de volver;
y si supiera qué mañana entrará
a entregarme las ropas lavadas, mi aquella
lavandera del alma. Que mañana entrará
satisfecha, capulí de obrería, dichosa
de probar que sí sabe, que sí puede
                            ¡CÓMO NO VA A PODER!
azular y planchar todos los caos.


Este poema también nos muestra a la amada realizando una acción doméstica en beneficio del yo poético: la del lavado. Se poetiza y sublima esta acción del ama de casa porque se recuerda la labor protectora y complaciente de la madre. Al respecto, Soní (2009), manifiesta que “en la poesía de César Vallejo la figura de la madre ha ocupado un lugar de indiscutible importancia; en su imagen confluyen otras: la de la amante, la de los hijos, la de la tierra y la de toda la humanidad con sus diferentes formas de vida” (167).
                                            
En la primera estrofa, el primer verso se presenta desconcertante debido a su aparente falta de lógica verbal: “El traje que vestí mañana”. Martos y Villanueva (1989), plantean una salida ingeniosa a esta inconcordancia; fundamenta su explicación en la gran capacidad Vallejiana de la condensación:

Si Vallejo –como lo ha probado tantas veces- es un poeta capaz de condensar, y siendo la eliminación uno de los modos de condensar, ¿por qué no pensar que eso ha ocurrido en este primer verso? El verso prosificado quedaría así: El traje que vestí esta mañana (Martos, 1989, 71)[6]

Con esto, concluyen Martos y Villanueva, quedarían resueltos la “incoherencia” y el “ilogicismo verbal”. Es importante subrayar, en esta primera estrofa, que la acción de lavar que realiza la mujer/pareja no se realiza con las aguas comunes que se suele emplear para tal quehacer: el traje del yo poético es lavado con la sangre viva, tierna e intensa de la amada: “lo lavaba en sus venas otilinas”. Resulta interesante el adjetivo –neologismo, qué más da- “otilina”, que proviene del sustantivo “Otilia”. Es común que los adjetivos se sustantivicen, pero es poco probable, gramaticalmente hablando, que los sustantivos adopten el comportamiento de los adjetivos, y más aún cuando se tratan de sustantivos propios. Con este “sustantivo adjetivado” el poeta le otorga un calificativo/ posesivo a esa sangre “chorro de su corazón”, pues se trata de sangre -inherentemente otilina- la que limpia el traje del yo poético, el que, si hacemos una lectura distinta a la de Martos, aún no ha vestido como quisiera. Ante esta abnegada acción de la amada, el poeta tiene miedo de preguntarse si es que su traje se ha mancillado también con lo injusto de su proceder.
                                                                                       
En la segunda estrofa, el yo poético se lamenta de que no haya nadie quien lave sus prendas. Para no desesperarse ante la soledad que lo abruma, evoca a su amada desde el acto de la creación poética y la dibuja con palabras: “en mis falsillas encañona/ el lienzo para emplumar”. Se lamenta de la ausencia del ser amado y su dolor aumenta cuando descubre que todas las cosas de la habitación no le pertenecen, pues por más que permanezcan en su sitio, tienen la marca de la morena bondad de la amada, pues “Quedaron de su propiedad/ fratesadas, selladas con su trigueña bondad”.

En la tercera estrofa, si asumimos el lavado como metáfora de purificación, y la ropa como vestimenta que cubre nuestros órganos, inferiremos entonces que el yo poético extraña a la mujer por su ontológica capacidad de poder purificar el alma, presa de la rutina y automatismo de la vida moderna: “y si supiera qué mañana entrará/ a entregarme las ropas lavadas, mi aquella/ lavandera del alma”. De ahí la esperanza que abriga el poeta del retorno del ser amado, pues más allá de anhelar sus besos o caricias, la necesita porque ella es la que lava; es decir, la que limpia, purifica, desmancilla su cuerpo, sus actos y su manera de ver el mundo. Y la describe feliz de demostrar que, con su acto de lavado, ella puede arreglar el mundo del poeta: “Qué mañana entrará/ satisfecha, capulí de obrería, dichosa/ de probar que sí sabe, que sí puede/ ¡CÓMO NO VA A PODER! / azular y planchar todos los caos”. El yo poético le otorga a la amada el poder de arreglar o reconstruir el mundo desordenado y caótico. Y aquí se suma un verbo más que representa la acción propia del ama de casa: planchar. Con este verbo se complementa la acción que embellece la vida del yo poético, pues la amada finaliza planchando todas las arrugas e incertidumbres de este mundo, víctima de la modernidad. Pareciera que ante la ausencia del ser amado, que realiza las labores del hogar, el poeta vive en un estado de orfandad, angustia y sufrimiento.

Acerca de las mayúsculas finales del poema, Martos y Villanueva perciben el rol[7] de la amada como decisivo, pues “la muestra triunfante, satisfecha y, aún más, dichosa de cumplir su papel, de ayudar, de azular y planchar todos los caos. Las mayúsculas finales implicarían fe, seguridad” (1989, 72). Fe y seguridad que, con esta acción doméstica, mejora el universo del poeta. En otras palabras, con esta acción propia del ama de casa, la mujer está lejos de ser presentada desde una óptica machista, pues es sublimada en su proceder y termina sublimando también el mundo del receptor, pues presenta una acción doméstica como sagrada, por el simple hecho de ser desempeñada por la mujer amada.


Orfandad y miseria de amor en XXVIII de Trilce

XXVIII
He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que, en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.

Cómo iba yo a almorzar. Cómo me iba a servir
de tales platos distantes esas cosas,
cuando habrase quebrado el propio hogar,
cuando no asoma ni madre a los labios.
Cómo iba yo a almorzar nonada.

A la mesa de un buen amigo he almorzado
con su padre recién llegado del mundo,
con sus canas tías que hablan
en tordillo retinte de porcelana,
bisbiseando por todos sus viudos alvéolos;
y con cubiertos francos de alegres tiroriros,
porque estánse en su casa. Así, qué gracia!
Y me han dolido los cuchillos
de esta mesa en todo el paladar.

El yantar de estas mesas así, en que se prueba
amor ajeno en vez del propio amor,
torna tierra el brocado que no brinda la
                                             MADRE,
hace golpe la dura deglución; el dulce,
hiel; aceite funéreo, el café.

Cuando ya se ha quebrado el propio hogar,
y el sírvete materno no sale de la
tumba,
la cocina a oscuras, la miseria de amor.


Este poema de Trilce nos presenta a un yo poético sumido en una atmósfera de soledad, producida esta por la ausencia del ser amado que ya no sirve el alimento ni brinda las atenciones en el hogar. Eso produce el sentimiento de orfandad y abandono del hablante lírico, pues la soledad que siente es ontológica y permanente aún en medio de la compañía de otras personas.

En la primera estrofa, el yo poético nos describe indirectamente su estado emocional: “He almorzado solo ahora”. Y esta soledad es producto de la ausencia de la madre en el hogar (“no he tenido/ madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua”), principalmente a la hora del almuerzo, pues quién más que ella para servir al hijo los alimentos urgentes. Según se puede observar en el tercer verso, la figura del padre pasa a un segundo plano respecto de la imagen sagrada de la madre, pero también es un motivo fuerte del desamparo del poeta. Asumiendo estas ausencias, diremos que la falta de la madre connota desprotección a nivel emotivo (falta de amor, seguridad, comprensión, ternura), y la ausencia del padre representa la falta de consejo en asuntos prácticos y cotidianos, pues es él quien representa el orden, la unión y el respeto dentro del hogar, así lo manifiestan los siguientes versos: “ni padre que, en el facundo ofertorio/ de los choclos, pregunte para su tardanza/ de imagen, por los broches mayores del sonido.” Sobre el padre recae la función de indagar por el destino de los hijos mayores que ya han partido del hogar. Martos y Villanueva (1989) ven, en la súplica materna y en el ritual sagrado de ofrendar choclos, un sentido religioso de comunión, que el poeta siente perdido (170).

La segunda estrofa describe la sensación de angustia que siente el poeta ante la mesa servida y un visible sentimiento de culpa, también, ante la posible traición a la memoria de la madre, pues era ella y no otra quien le servía los platos que habrían de alimentar el cuerpo y el espíritu del yo poético, y si esto era insuficiente, no dudaba un solo instante en ofrecerse de alimento (“Cómo iba yo a almorzar. Cómo me iba a servir/ de tales platos distantes esas cosas,/ cuando habrase quebrado el propio hogar”). La expresión “platos distantes” podemos interpretarla como aquellos alimentos que no han sido preparados pensando en nosotros, tal vez los de cualquier restaurante o, como en este caso, los elaborados en casa de un amigo a cuya mesa accidentalmente hemos ido a parar. Hermosa metáfora para unos platos preparados sin el concurso de las dulces manos maternas. Ante esta situación, cómo sentir deseos de comer, si el hogar ya se ha quebrado debido a la ausencia de los padres y hermanos mayores, si ya no se está en la mesa de un hogar pueblerino donde el padre presidía el ritual de alimentarse en familia. Sin embargo, lo que determina todo es la ausencia de la madre: “cuando no asoma ni madre a los labios./ Cómo iba yo a almorzar nonada”.

En la tercera estrofa, el yo poético describe el ambiente que le ha traído a la mente la evocación del hogar y de la madre a la hora del almuerzo. Se encuentra almorzando en la casa de un amigo, donde es testigo de esa comunión llena de amor de un hogar “completo” a la hora de los alimentos, pues todos están presentes (“con su padre recién llegado del mundo”). Y, de cierta manera, envidia sanamente la unión familiar. De este modo, la tristeza se le acrecienta, pues él también solía disfrutar de esos buenos momentos en el hogar, en su hogar. El ambiente festivo que se vive en la casa del amigo contrasta con su estado anímico en esta expresión: “porque estánse en su casa. Así, qué gracia!”. Al respecto, Martos y Villanueva manifiestan que este ambiente contrasta con su definitivo desarraigo, debido a que podemos encontrar la antítesis de las escenas del almuerzo en casa del amigo, en oposición al desamparo en la que se halla el yo poético (1989, 170).


La ama de casa como alimento del yo poético en el poema XXXV

XXXV
El encuentro con la amada
tánto alguna vez, es un simple detalle,
casi un programa hípico en violado,
que de tan largo no se puede doblar bien.

El almuerzo con ella que estaría
poniendo el plato que nos gustara ayer
y se repite ahora,
pero con algo más de mostaza;
el tenedor absorto, su doneo radiante
de pistilo en mayo, y su verecundia
de a centavito, por quítame allá esa paja.
Y la cerveza lírica y nerviosa
a la que celan sus dos pezones sin lúpulo,
y que no se debe tomar mucho!

Y los demás encantos de la mesa
que aquella núbil campaña borda
con sus propias baterías germinales
que han operado toda la mañana,
según me consta, a mí,
amoroso notario de sus intimidades,
y con las diez varillas mágicas
de sus dedos pancreáticos.

Mujer que, sin pensar en nada más allá,
suelta el mirlo y se pone a conversarnos
sus palabras tiernas
como lancinantes lechugas recién cortadas.

Otro vaso, y me voy. Y nos marchamos,
ahora sí, a trabajar.

Entre tanto, ella se interna
entre los cortinajes y ¡oh aguja de mis días
desgarrados! se sienta a la orilla
de una costura, a coserme el costado
a su costado,
a pegar el botón de esa camisa,
que se ha vuelto a caer. Pero hase visto!


El presente poema detalla, a manera de crónica, el encuentro con la amada y las acciones domésticas que ella no tiene reparos en desempeñar para la tranquilidad y comodidad del yo poético. En la primera estrofa, el encuentro con la amada no pasa de ser un simple detalle, “casi un programa hípico en violado”. A parte de ser un asunto planificado, resulta interesante que este encuentro se compare con el anuncio de una carrera de caballos, en el que hay ganadores y perdedores, y donde el yo poético asume la conducta de los amantes como el encuentro de dos cuadrúpedos de pura sangre. Por demás, este encuentro no es parte de un programa breve, sino de muchas carreras con inciertos ganadores, programa “que de tan largo no se puede doblar bien”. Es decir, se trataría de una relación pecaminosa que, pese a los esfuerzos, no puede ocultarse.

Al inicio de la segunda estrofa se describe la abnegación con que la mujer atiende al yo poético. La amada sirve los platos con ternura, viandas que no resultan esporádicas en el tiempo, pues “se repite ahora,/ pero con algo más de mostaza”, como humorísticamente refiere. Luego se ocupa de la figura galante del tenedor, con quien comparte la vergüenza de comer sin tener dinero (“y su verecundia/ de a centavito, por quítame allá esa paja”). En la parte final de esta estrofa la amada se brinda como alimento para saciar el hambre y la sed (¿sexual?) del yo poético, pues la relación entre la bebida embriagante de la cerveza y los breves pezones de la mujer (referencia edípica del incesto), refieren un acto erótico nutricio, planificado, sin excesos: “Y la cerveza lírica y nerviosa/ a la que celan sus dos pezones sin lúpulo,/ y que no se debe tomar mucho”.

En la tercera estrofa, el yo poético se refiere vagamente a los demás encantos de la mesa que la mujer amada, presentada como alguien en campaña matrimonial (“núbil”), se esfuerza en bordar “con sus propias baterías germinales” y con “las diez varillas mágicas/ de sus dedos pancreáticos”, una seductora red para atraer al ser amado. Y su principal  arma de seducción viene a ser su pericia en las actividades del hogar, pues en lo que va de la lectura, la mujer amada ha servido la mesa, ha bordado, lavado, planchado, corrido las cortinas, etc. Los “dedos pancreáticos” pueden entenderse como aquellos que, de manera calculadora, atraen y controlan a su vez la dulzura del yo poético; es decir, sus ansias, sus anhelos, sus pasiones.

En la cuarta estrofa la mujer vive el momento “sin pensar en nada más allá”. Se hace alusión al “mirlo”, quien ahora acompaña al yo poético. Ambos reciben las palabras tiernas de la amada, las que son comparadas con el posible alimento del ave, o como el elemento principal de una ensalada que ayudaría a la digestión, pues son “como lancinantes lechugas recién cortadas”. Aquí aparece la figura de la mujer amada otra vez como alimento: todo lo que tenga que ver con ella es comparada con elementos comestibles.[8]

En la breve quinta estrofa, el yo poético ensaya una despedida (“otro vaso y me voy”), pero es la despedida de un sujeto que tiene que cumplir labores de sobrevivencia (“ahora así, a trabajar”). A pesar de que el sujeto anuncia actividades propias de la modernidad, todavía tiene la oportunidad de almorzar junto a la mujer amada y regresar al trabajo.

Ante la despedida del yo poético quien, después de ser bien atendido de manera doméstica tiene que regresar al trabajo, la mujer amada se interna otra vez en sus labores de ama de casa, descorre los “cortinajes”, “se sienta a la orilla/ de una costura” y cose con la “aguja de mis días desgarrados el botón de esa camisa,/ que se ha vuelto a caer”. La acción de coser no solo tiene que ver con la restauración de atavíos para cubrir el cuerpo. La amada sabe que esta acción puede unirlos espiritualmente (“a coserme el costado a su costado”). Se crea un fuerte vínculo, ya que en la mujer que desempeña las funciones de cuidado del hogar y de atención a la pareja, siempre está presente la figura de la madre. Por lo tanto, nos llevaría a concluir que las acciones domésticas desempeñadas por la mujer, sea madre o pareja, están destinadas a rescatar la esencia del hombre, pues no se quedan solamente en acciones hogareñas cotidianas. Esto lleva a sublimizar la figura de la persona que realiza con dedicación y cuidado estas tareas, la figura de la mujer, la esencia materna.


Referencias

Avellaneda, P. (1998). La vida íntima en las obras de César Vallejo. Perú. Recuperado el 6 de Junio del 2013, de http://www.csun.edu/inverso/Issues/Issue%2014/La%2 0vida%20%C3%ADntima%20en%20las%20obras%20de%20C%C3%A9sar%20Vallejo.pdf

Fernández, C. (2009) “El sujeto migrante en la poesía de César Vallejo. Primera aproximación”. En: Raído, Dourados, MS. V.3 N° 5, junio 2009, 17-28.


Martos, M. y Villanueva, E. (1989). Las palabras de Trilce. Lima: Seglusa Editores.

Soní, A. (2009). La figura de la madre en la poética vallejiana de Trilce. En: Nueva época. Año 22, n.° 60, mayo – agosto 2009, 167-187.

Vallejo, C. (2010). Obra poética. Lima: Ediciones Peisa.


[1] Si bien “Idilio muerto” no pertenece a Trilce, hemos creído conveniente realizar una lectura como punto de partida de nuestro trabajo, pues ya en este poema de Los heraldos negros se presenta la sublimación de la mujer al realizar las funciones típicas de toda ama de casa.

[2] Para este y otros poemas de Vallejo que vamos a citar en el presente trabajo, hemos recurrido a la edición de VALLEJO, C. (2010). Obra poética. Lima: Ediciones Peisa.

[3] Para una información más completa, leer el ensayo de Miguel Ángel Huamán: “Lectura pragmática de Vallejo”, disponible en http://sisbib.unmsm.edu.pe/bibvirtualdata/libros/literatura/lect_teoria_lit_ii/lectura.pdf.

[4] Y esto hace, según Huamán, que “Los poemas de Vallejo logren en el lector un efecto concreto: hacerlo participar, hacerlo cómplice de la acción verbal que los enunciados realizan, obligándolo a abandonar su posición de espectador e incorporando apelativamente su participación, integrándolo a la significación pragmática de los mismos.” (Huamán, s.f., 190).

[5] La RAE lo define como “aspecto que presenta el cielo cuando hay nubes tenues y de varios matices”.

[6] Para una lectura más cabal del texto, consúltese el libro Las palabras de Trilce, de Marco Martos y Elsa Villanueva.

[7] Rol del ama de casa, precisamos nosotros, pues tiene que ver con lavar y planchar.

[8] Para Martos y Villanueva, en la tercera y cuarta estrofas (23 – 28), se presentan “lo mejor del espíritu amoroso de Vallejo: el elogio de la mujer que trabaja. La muchacha, mientras labora, no descuida a su invitado de confianza, a su amante, y de pronto suelta el mirlo y se pone a conversarle.” (1989, 195)

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